LA BODA DE LA DAMA Y EL YAQUI
Por Francisco Eloy Bustamante
Sucedió la boda de Isabela y Manuelito el yaqui; si bien muy rumbosa, pero en el cielo. Si, esto fue por allá en el mil ochocientos….
Muchos aldeanos lo aseguraban, pero nadie de ellos asistió. Y cómo si no hubo más invitados que españoles de prosapia y por supuesto los padres del novio de raza yaqui.
Manuelito Tapia Gutiérrez era converso a igual que sus progenitores, y si no fuera por su piel trigueña pudiera asegurarse que era andaluz al igual que la novia. Manuelito era un joven muy inteligente, y tenía gran facilidad para socializar; aunque nunca se afrentó de los de su raza, se allegaba con puros blancos, más que todo porque laboraba en la oficina del gobierno colonial.
Era esta Villa tan pujante que se decía por esos años dieciochescos llegaría a ser la metrópoli del desierto. En la oficina del capitán hacía las veces de auxiliar de todo lo relacionado con la papelería enviada a la capital del virreinato, una muchacha rubia y recatada de nombre Isabela de la Torre y Landavazo.
Ella amaba a Manuelito por ser un joven además de apuesto, muy bien portado y con sentimientos muy nobles, todo un empleado muy íntegro a quien el capitán don Andrés de Alcorzer le tenía buena estima. No así los padres de la criolla quienes consideraban a Manuelito muy insignificante, “tan poca cosa”, solía decir doña Ignacia Durazo de la Torre y Landavazo. empero el marido, don Pedro de la Torre y Landavazo era un poco más condescendiente con los amoríos de su adorada hija, pero no podía contrariar a doña Ignacia su mujer, porque ardía Troya, era ella de carácter extremoso, “doña mecha corta” le decía la gente de la Villa y más de una vez la vieron explotar contra el esposo poniéndolo en ridículo en vía pública y en donde se le pegara la gana.
Isabela inteligente y decidida como era, pensó que la única forma de salvar su amor, era casarse cuanto antes para lo cual en cierta medida tuvo la aprobación de su señor padre don Pedro de la Torre y Landavazo, pero la madre ni oírlo decir; la amenazó con todos los anatemas que se puedan recabar del largo historial de la iglesia contra herejes y profanos. Desde luego Manuelito era muy católico, gran devoto de la Virgen de Guadalupe y algunos otros santos a quienes con regularidad les tenía velas prendidas.
Pero como este muchacho provenía de una raza diferente a la de la novia; no valieron luchas pues doña Ignacia nos cejó en considerarlo de raza inferior, converso por imposición, descendiente de chamanes y quien sabe que tantos epítetos le endilgó. Seguramente –decía doña mecha corta– una vez casados le va a salir lo salvaje al tal Manuelito, parte de una tribu hereje sojuzgada con la espada.
Pese a las muchas súplicas y ríos de lágrimas de Isabela, la madre no dio su brazo a torcer, estaba decidida a impedir la boda de su hija a cualquier costo. Y acudió a los saurinos y brujos que por los arrabales hacían todo tipo de encargos.
Muy bien –replicó doña Ignacia– te vas a casar hija, seguro que si te vas a casar, ya que estás decida a ello, pues tendrás tu boda, de eso ni duda te quepa.
Isabela se puso contenta por las palabras de su madre, pero de inmediato le pareció adivinar en aquel tono tan irónico que algo siniestro se escondía, y eso le preocupó sobremanera por lo que fue a alertar a su señor padre don Pedro de la Torre y Landavazo de este presentimiento al analizar profundamente cada una de las sílabas de doña Ignacia.
Desde luego don Pedro sabedor del carácter visceral de su mujer, también tomó algunas providencias de orden espritual. Fueron al templo, padre e hija para encomendarse a Dios y toda la corte celestial y que su poder los cubriera de cualquier malas artes que doña Ignacia pudiera invocar soltando buen fajo de dinero a los encargados de la magia negra del lugar.
Pero don Pedro de la Torre y Landavazo ignoraba el poder de la hechicería,la brujería y el satanismo que se practicaba en El Pitic. Doña Ignacia solo pedía a Satanás destruyera la vida de Manuelito.
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